Robando cerezas.

Leyendo esta entrada de Fermín recordé un hecho de mi infancia que pudo cambiar (y de que modo) mi vida.

En mi casa había por lo menos 1 cerezo que yo recuerde (mi abuelo se subió a él con 80 años y fue necesario juntar a muchos vecinos para bajarlo) pero ¿qué le importa eso a un aprendiz de adolescente cuando unos amigos le proponen un anochecer y a coger cerezas al "mejor cerezo de la zona", ese que está tan protegido que hasta tiene un perro atado al tronco?.

Cogimos las bicis y recorrimos los dos o tres kilómetros que nos separaban de la aldea de Castromarigo, la que vio nacer a añorado mi padre y de la que me sentía por aquel entonces vecino por horas.

Recuerdo que no había perro y que el árbol, hermoso quiero recordar, se encontraba en un huerto razonablemente aislado de las casas, lo suficiente como para que el dueño no se percatara de nuestra presencia.

No recuerdo si hicimos ruido o no, aunque supongo que muy silenciosos no fuimos pues en un momento dado se abrió una puerta en la casa que había en la parte superior de la finca y de ella salió un inmenso paisano con una tremenda estaca gritando blasfemias a cual mas atroz.

La reacción lógica mía y de mis 2 compañeros ladronzuelos fue huir en dirección contraria a aquella de la que provenían los alaridos. Si, corrimos hacia abajo, hacia el río, aunque las bicicletas quedaban arriba en la carretera, bien escondidas, como era lo normal en semejante aventura.

El terreno era muy empinado y estaba cortado en bancales, la noche era oscura y la visibilidad muy reducida así que caímos del muro sin darnos cuenta, cruzamos el bancal y caímos de nuevo del muro, con tan mala o buena suerte que yo caí sobre algo blando que cedió bajo mis pies y al momento noté que algo me hacía mucho daño en la cara interior de los brazos. De repente empecé a notar que mis pies no tocaban el suelo que estaban suspendidos en el aire y me aterroricé, mas aún cuando escuche allí al fondo el típico sonido que hace un objeto pesado que cae en el agua dentro de un pozo.

Si, había caído sobre un viejo pozo tapado con chapuceras maderas que la lluvia se encargó de pudrir lo bastante como para que cedieran al caer yo de pié sobre ellas pero que no cedieran lo bastante como para dejarme caer totalmente dentro del profundo pozo; solo una de mis zapatilla se escurrió de mi pié y fue a parar al agua llevando mi tensión a límites insospechados.

El dolor en mis brazos se produjo porque fueron ellos los que frenaron mi caída.

Pero lo peor venía ahora pues no me atrevía a gritar por miedo a señalar mi posición al vecino de la tranca y mis dos amiguetes no creo que dieran la vuelta para socorrerme, al menos en un rato.

Así fue, inútilmente intenté (y no mucho por miedo a hundirme) salir del atolladero así que me quedé muy quieto un buen rato hasta que oí mi nombre en un susurro.

Me habían echado de menos y volvían a buscarme aún a riesgo de que los pillara el del garrote.

Eso eran amigos.

Siento que las fotos del pueblo no acompañen a la historia pero son las que tengo, de momento, en cuanto suba por allí saco algunas del escenario de los hechos y edito el post.